Hacía
casi nueve años que no venía a Fátima. Muchos recuerdos se agolpaban en mi
mente mientras viajaba, en coche, camino de esta localidad portuguesa. La
carretera es buena y apenas me separan poco más de doscientos kilómetros de
casa. El trayecto resultó bastante agradable, sobre todo si te gusta, como a
mí, conducir. Una sola parada para tomar un café y sigo camino. El
limpiaparabrisas de mi coche no ha parado de funcionar durante dos horas. Ya lo
dijo la televisión. Un frente lluvioso se acerca por el Atlántico. En esta
ocasión, han acertado de pleno.
Nada
más llegar…, el preceptivo check-in en el hotel. Dejo las
maletas, me aseo un poco y, rápidamente, emprendo, cámara en mano, mi periplo por
la gran explanada. Aunque el tiempo era malo quería aprovechar la poca luz que había.
Acababa de cambiarse, la semana anterior, el horario en toda Europa y anochecía
bastante pronto. Tuve suerte. Aunque el cielo estaba encapotado, la lluvia nos
respetó durante algunas horas.
La razón por la que se viaja hasta Fátima, parece obvio, para la mayoría de
las personas es la religiosa. Estamos en uno de los grandes centros de
peregrinación marianos de la cristiandad y, obviamente, todo gira alrededor de
esta circunstancia.
Respeto que existan personas que vean en esto una vertiente
económica considerándolo como un negocio gracias a los souvenirs, tiendas,
restaurantes y hoteles que viven de ello. Es evidente que hay algo de esto. Pero,
al menos ésta es mi percepción, y creo no equivocarme, el fervor, la
religiosidad y la fe de cuantos se acercan hasta un lugar tan especial está por
encima de cualquier otra consideración. Me incluyo entre ellos.
No
hay que olvidar que en estas tierras, a principios del siglo XX, se apareció la
Virgen María a tres jóvenes pastorcillos. Desde entonces esta pequeña aldea
dejó de ser tal, perdiendo su anonimato, para recibir a millones de personas de
todas las partes del globo terráqueo.
Un dato elocuente: los huéspedes del hotel donde me
hospedé eran, en su mayoría, de nacionalidad india y coreana. Francamente
curioso. Me explicaron que se trataba de dos peregrinaciones de estos
países.
No
pretendo relatar los detalles históricos. Son conocidos por todos. Creo que lo
importante es la percepción personal al pisar este lugar.
Reconozco
que advertí muchos cambios en la gran explanada, especialmente por la construcción
del Santuario de la Santísima Trinidad. No lo conocía. La entrada la preside,
en uno de sus laterales, una colosal cruz visible desde todos los ángulos. Dos
esculturas papales (de Juan Pablo II y Pablo VI) custodian, a ambos lados, el acceso principal de este Santuario. Por cierto, ramos de flores y velas
encendidas, incluso con este tiempo, acompañan la estatua de Juan Pablo II.
Pero
estos cambios no dejan de ser puramente arquitectónicos. Lo importante son las razones por las que vienen tantas personas hasta aquí. ¿Por qué se acercan a rezar en la capilla
de las Apariciones o encienden una vela a la Virgen?. Cada uno tiene un motivo.
Cada cual tiene una razón. Imposible ponerse en el corazón de cada persona: dar
gracias, pedir ayuda, por una promesa, en peregrinación…..
Parece
claro que, desde el punto de vista turístico, estamos en uno de los grandes
reclamos de Portugal. Además, junto a Fátima, separados por pocos kilómetros,
descubrimos bellezas como el Monasterio de Alcobaça, la ciudad de Leiria, el
Monasterio de Batalha o la localidad de
Tomar. Unas visitas inexcusables para quienes deseen
conocer este país.
Pero
Fátima es algo más que una vertiente turística. Es, sobre todo, una experiencia
religiosa, hacia el interior de cada peregrino.
Os dejo un mapa de la gran esplanada.
Me quedo, pues, de este viaje con
la devoción de muchas personas, con el recogimiento y con los anhelos que
representan centenares de velas encendidas diariamente.
Desearía que estas fotografías, a pesar del mal tiempo y la falta de luz, acompañen estos párrafos y puedan ser un buen acicate para que conozcas, con independencia de tus creencias, Fátima.
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