Dos estatuas gigantes, enormes
moles pétreas, con más de 3.000 años a sus espaldas, custodian cerca de la
ciudad de Luxor la entrada del que fuera el templo funerario de Amenhotep III. Dicen que uno de los
más extensos de cuantos había en esta orilla del Nilo.
Tan imponentes, tan ciclópeas, tan faraónicas que ni siquiera
un gran terremoto, a pesar de hacer estragos y deteriorarlas, pudo con ellas.
Estas figuras sedentes aguantaron el paso del tiempo, la climatología, la
erosión, numerosas inundaciones, la fuerza del aire, el envite de la arena, el
vandalismo y algún que otro seísmo más. Y, a pesar de todo, no pierden su
majestuosidad y su fastuosidad.
Al
mirarlas, el viajero, además de sentirse pequeño, tiene la sensación de que son
inmunes a las adversidades.
Me sitúo frente a estos colosos y no dejo de pensar en esa
gran civilización y en esas inmensas construcciones, en medio de un desierto
casi infinito, levantadas con unos medios tan precarios que resulta imposible,
con los ojos de un ciudadano de hoy, que pudieran erigirse.
Si fuese arqueólogo sé que me gustaría trabajar aquí y, si
fuera historiador, disfrutaría profundizando en la vida del viejo Egipto. Como soy
un trotamundos vocacional, viajo a esta parte del mundo cuantas veces puedo para
disfrutar de esta experiencia llamada Egipto.
Un país que, dicho sea de paso,
se encuentra en numerosas encuestas entre los destinos preferidos por los turistas.
Razones para estar en esta privilegiada posición, como obviamente pueden
imaginarse, las hay de todo tipo.
No es mi pretensión detallar datos
históricos o arqueológicos sobre el lugar que visito y menos aún sobre esta
ingente cantidad de restos arqueológicos que en esta parte del mundo hay. Sería
pretencioso por mi parte en un lugar tan especial.
Trato, simplemente, de expresar
mis emociones al viajar a este gran país, en el que recomiendo ir acompañado de
un buen guía que nos vaya desvelando (además de lo que hemos leído antes del viaje,
pues siempre es bueno comprar algún libro y profundizar por nuestra cuenta)
multitud de detalles históricos, anécdotas y leyendas que, de otra forma, podrían
pasar desapercibidos.
Estos colosos poseen también,
como no podía ser de otra forma, un halo de misterio y de leyenda a su
alrededor. Cuentan que se escuchaba “suspirar” a uno de ellos. Los resquicios,
las grietas y las rendijas que tenía originaban que con el paso del aire y los
abruptos cambios de temperatura en la piedra entre el día y la noche se escuchasen,
en su momento, extraños ruidos entre esas fisuras.
La imaginación, en un
territorio que se presta a ello, empezó a crear sus propias supersticiones. Tanto
que llegó a ser un lugar de peregrinación para conocer in situ el extraño
fenómeno. Una restauración, me comenta el guía, que en tiempos Septimio Severo puso fin a esta insólita curiosidad.
Tiene el viajero la sensación de
cierta insignificancia cuando está frente e ellos. Siglos, o mejor dicho,
milenios de densa historia presentes en esos rostros desfigurados que no se
rinden al poder de la ley de la gravedad.
El diccionario de la Real
Academia Española de la Lengua define la palabra “faraónico” con dos acepciones:
“perteneciente o relativo a los faraones” y “grandioso o fastuoso”. Ambos me valen para referirme a estos colosos.
No encuentro, de verdad, mejor forma de definirlos: “faraónicos”.
Sin duda, son dos de los
monumentos más emblemáticos e icónicos de Egipto. Representan a ese gran faraón
(Amenhotep III),
sentado, con todo su boato y atributos de su cargo, entronizado con las manos
sobre sus piernas, en un tiempo que fue de gran esplendor y prosperidad para
esta civilización.
Aunque fueron erigidos iguales, el transcurso del tiempo les
ha afectado de manera diferente. Uno de ellos, se aprecia a simple vista, está
más dañado.
Desplazarme de nuevo hasta estas
tierras, entre las muchas opciones que tenía, ha sido una decisión acertada. Me
sentí seguro en todo momento, tanto en su capital, El Cairo, como en mi
recorrido a lo largo de ciudades cono Luxor o Asuán. Volví a recordar esos
paisajes ribereños donde en la paleta de colores de nuestra retina predominan
el azul de las aguas del Nilo, el verde de sus fértiles orillas y el marrón claro,
cercano al ocre, del desierto y las arenas que nos rodean. Pinceladas que crean
un cuadro armónico propio de un paraje sin igual en el que se fusionan un
magnífico e incomparable entorno natural con las construcciones levantadas por
el hombre a lo largo de la historia.
Recuerdo también, con especial cariño,
esos inigualables atardeceres. En mi opinión, de los más bonitos del mundo.
¡Qué más puedo decir!. Casi
inmortales, perdurando durante milenios, luchando contra el paso del tiempo,
permanecen en su sitio custodiando la entrada de ese grandioso complejo
funerario que sólo un gran ejercicio de imaginación puede ayudarnos a comprender
cómo debió ser por sus enormes dimensiones y suntuosidad.
Si les vale de algo, quiero
acabar diciéndoles que “aquí las piedras hablan” y que quien les escribe no se cansa
ni de mirar estos colosos ni de viajar a esta parte del mundo. Volveremos a
vernos, seguro.
Indicar, finalmente, que este artículo se publicó el 14 de julio de 2018 en la web del diario LA RAZÓN
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