martes, 17 de julio de 2018

Colosos de Memnon, no me canso de mirarlos





    Dos estatuas gigantes, enormes moles pétreas, con más de 3.000 años a sus espaldas, custodian cerca de la ciudad de Luxor la entrada del que fuera el templo funerario de Amenhotep III. Dicen que uno de los más extensos de cuantos había en esta orilla del Nilo.
             
    Tan imponentes, tan ciclópeas, tan faraónicas que ni siquiera un gran terremoto, a pesar de hacer estragos y deteriorarlas, pudo con ellas. 

    Estas figuras sedentes aguantaron el paso del tiempo, la climatología, la erosión, numerosas inundaciones, la fuerza del aire, el envite de la arena, el vandalismo y algún que otro seísmo más. Y, a pesar de todo, no pierden su majestuosidad y su fastuosidad.

    Al mirarlas, el viajero, además de sentirse pequeño, tiene la sensación de que son inmunes a las adversidades.

    Me sitúo frente a estos colosos y no dejo de pensar en esa gran civilización y en esas inmensas construcciones, en medio de un desierto casi infinito, levantadas con unos medios tan precarios que resulta imposible, con los ojos de un ciudadano de hoy, que pudieran erigirse.
             
    Si fuese arqueólogo sé que me gustaría trabajar aquí y, si fuera historiador, disfrutaría profundizando en la vida del viejo Egipto. Como soy un trotamundos vocacional, viajo a esta parte del mundo cuantas veces puedo para disfrutar de esta experiencia llamada Egipto

    Un país que, dicho sea de paso, se encuentra en numerosas encuestas entre los destinos preferidos por los turistas. Razones para estar en esta privilegiada posición, como obviamente pueden imaginarse, las hay de todo tipo.
             
    No es mi pretensión detallar datos históricos o arqueológicos sobre el lugar que visito y menos aún sobre esta ingente cantidad de restos arqueológicos que en esta parte del mundo hay. Sería pretencioso por mi parte en un lugar tan especial.
           
    Trato, simplemente, de expresar mis emociones al viajar a este gran país, en el que recomiendo ir acompañado de un buen guía que nos vaya desvelando (además de lo que hemos leído antes del viaje, pues siempre es bueno comprar algún libro y profundizar por nuestra cuenta) multitud de detalles históricos, anécdotas y leyendas que, de otra forma, podrían pasar desapercibidos.
             
    Estos colosos poseen también, como no podía ser de otra forma, un halo de misterio y de leyenda a su alrededor. Cuentan que se escuchaba “suspirar” a uno de ellos. Los resquicios, las grietas y las rendijas que tenía originaban que con el paso del aire y los abruptos cambios de temperatura en la piedra entre el día y la noche se escuchasen, en su momento, extraños ruidos entre esas fisuras.

    La imaginación, en un territorio que se presta a ello, empezó a crear sus propias supersticiones. Tanto que llegó a ser un lugar de peregrinación para conocer in situ el extraño fenómeno. Una restauración, me comenta el guía, que en tiempos Septimio Severo puso fin a esta insólita curiosidad.
          
    Tiene el viajero la sensación de cierta insignificancia cuando está frente e ellos. Siglos, o mejor dicho, milenios de densa historia presentes en esos rostros desfigurados que no se rinden al poder de la ley de la gravedad.
           
    El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define la palabra “faraónico” con dos acepciones: “perteneciente o relativo a los faraones” y “grandioso o fastuoso”.  Ambos me valen para referirme a estos colosos. No encuentro, de verdad, mejor forma de definirlos: “faraónicos”.
         
    Sin duda, son dos de los monumentos más emblemáticos e icónicos de Egipto. Representan a ese gran faraón (Amenhotep III), sentado, con todo su boato y atributos de su cargo, entronizado con las manos sobre sus piernas, en un tiempo que fue de gran esplendor y prosperidad para esta civilización.

    Aunque fueron erigidos iguales, el transcurso del tiempo les ha afectado de manera diferente. Uno de ellos, se aprecia a simple vista, está más dañado.
              
    Desplazarme de nuevo hasta estas tierras, entre las muchas opciones que tenía, ha sido una decisión acertada. Me sentí seguro en todo momento, tanto en su capital, El Cairo, como en mi recorrido a lo largo de ciudades cono Luxor o Asuán. Volví a recordar esos paisajes ribereños donde en la paleta de colores de nuestra retina predominan el azul de las aguas del Nilo, el verde de sus fértiles orillas y el marrón claro, cercano al ocre, del desierto y las arenas que nos rodean. Pinceladas que crean un cuadro armónico propio de un paraje sin igual en el que se fusionan un magnífico e incomparable entorno natural con las construcciones levantadas por el hombre a lo largo de la historia.
          
    Recuerdo también, con especial cariño, esos inigualables atardeceres. En mi opinión, de los más bonitos del mundo.
         
    ¡Qué más puedo decir!. Casi inmortales, perdurando durante milenios, luchando contra el paso del tiempo, permanecen en su sitio custodiando la entrada de ese grandioso complejo funerario que sólo un gran ejercicio de imaginación puede ayudarnos a comprender cómo debió ser por sus enormes dimensiones y suntuosidad.
           
    Si les vale de algo, quiero acabar diciéndoles que “aquí las piedras hablan” y que quien les escribe no se cansa ni de mirar estos colosos ni de viajar a esta parte del mundo. Volveremos a vernos, seguro.
           
    Indicar, finalmente, que este artículo se publicó el 14 de julio de 2018 en la web del diario LA RAZÓN










































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